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Del Big Bang al Error Humano: La necesidad de explicaciones

Sabemos desde los tiempos de Aristóteles, que los humanos están sedientos de conocimiento, con una necesidad de descubrir cosas. Tanto es así que debido a la interminable búsqueda de conocimiento, la eterna curiosidad que nos lleva a preguntar “qué” y descubrir “por qué” la humanidad ha logrado el nivel actual de desarrollo, aunque algunas partes de ese desarrollo no sean motivo de orgullo.

Hay una frase de Erich Fromm, psicólogo americano, (Man for Himself: An Inquiry into the Psychology of Ethics (1947), cap.3) que dice así:

La búsqueda de la certidumbre bloquea la búsqueda de significado. La incertidumbre es la verdadera condición para impulsar al hombre a desplegar sus poderes.

Con este párrafo, Fromm señala que en muchas ocasiones buscamos la seguridad más que el conocimiento. Queremos saber, no quizás por una pura sed de conocimiento, sino para expulsar los demonios de la incertidumbre. Los humanos, en su mayoría, se encuentran incómodos cuando no saben qué esperar, es decir, cuando las cosas suceden de un modo impredecible. Esto crea la sensación de que hay algo fuera de control, algo que nunca es deseable, (queremos tener la ilusión de que todo está bajo control), puesto que desde una perspectiva evolutiva significa que las posibilidades de supervivencia se ven reducidas.

El amigo Nietzsche (1844-1900), filósofo, describió muy bien esta situación:

Seguir la pista de algo desconocido hasta algo conocido resulta tranquilizador, gratificante y además aporta un sentimiento de poder. El peligro, el desasosiego, la ansiedad acompaña a lo desconocido – el primer instinto es eliminar estos estados dolorosos — . Primer principio: Cualquier explicación es mejor que ninguna… la causa que crea el instinto está, por tanto, condicionada y estimulada por la sensación de miedo (Nietzsche, El ocaso de los ídolos, Götzen-Dämmerung, 1889)

Una de las ideas fundamentales de Nietzsche sobre la psicología humana: la necesidad de interpretar y explicar el mundo para reducir el miedo y la incertidumbre. Ante la incertidumbre, las personas prefieren tener una explicación, aunque sea incorrecta, antes que enfrentarse al desconocimiento. El miedo a lo desconocido motiva al ser humano a inventar narrativas que reduzcan la incertidumbre. Así, las explicaciones no solo tranquilizan, sino que también generan un sentimiento de control o poder sobre el entorno.

Como especie humana, tendemos a sentirnos inseguros y aprehensivos respecto a aquello, para lo que no podemos encontrar una explicación. En realidad, no importa de qué tipo de explicación se trate, no importa que sea racional y científica, emocional, irracional, supersticiosa (se cayó un avión, se van a caer dos más porque siempre son tres los que se caen). Se necesita una explicación y una explicación es lo que debemos tener.

Ante un accidente, lo primordial es: ¿por qué se cayó? Con la aeronave todavía humeando, oímos en los medios, en personas que desconocen la actividad aeronáutica (es razonable) e incluso en aquellas que sí la conocen (no tan razonable), una fuerte necesidad de descubrir inmediatamente por qué se ha producido. Más concretamente, surge una necesidad de encontrar sus causas y, quizás mejor aún, ¡La Causa! (en singular).

Este fenómeno puede aplicarse, en diferentes grados, a incidentes y acontecimientos adversos de menor importancia. A primera vista, podría pensarse que se está buscando significado, en el sentido de una explicación que arroje luz sobre el accidente; sin embargo, lo que realmente se busca es la certeza, materializada en una causa identificable y definitiva. Encontrar una causa aceptable parece ser más importante que descubrir por qué ocurrió realmente el accidente.

Esta tendencia refleja la forma en que el pensamiento humano se inclina hacia explicaciones rápidas y sencillas, priorizando aquello que aporte tranquilidad emocional y un sentido de control frente a lo incierto. Nos sentimos satisfechos, por lo general, con explicaciones rápidas, frecuentemente influenciadas por la búsqueda de evidencias que confirmen nuestras ideas preconcebidas. Este sesgo de confirmación, ampliamente discutido en la filosofía de la ciencia, pone en evidencia cómo muchas veces el deseo de certeza prevalece sobre la búsqueda rigurosa y crítica de la verdad.

Podemos establecer una distinción breve, pero fundamental, entre encontrar la causa de un accidente y explicar un accidente. Si consideramos que los accidentes tienen causas, tiene sentido intentar identificarlas y actuar sobre ellas una vez descubiertas. Por otro lado, si los accidentes tienen explicaciones, el objetivo debe ser ofrecer un análisis detallado de cómo ocurrió el accidente, considerando las circunstancias y los acontecimientos que lo propiciaron. La respuesta no debería limitarse a buscar y eliminar “la causa”, sino a identificar las condiciones y factores que pudieron contribuir a su ocurrencia, con el propósito de encontrar formas efectivas de gestionarlos y prevenir futuros eventos similares.

En la mayoría de los accidentes e incidentes, logramos encontrar explicaciones que no solo disipan la temida incertidumbre, sino que también aportan un conocimiento real, al menos sobre un evento en particular. Estas explicaciones son valiosas porque nos permiten tomar medidas para reducir la probabilidad de que ocurra un evento similar en el futuro o, en su defecto, protegernos de las consecuencias en caso de que vuelva a ocurrir. La industria aeronáutica comprende bien esta dinámica, aunque en ocasiones pueda experimentar lapsus de memoria.

El propósito principal al analizar los accidentes y otros eventos adversos es traducir ese entendimiento en acciones concretas: estar mejor preparados, responder eficazmente y mantener el control. Una ventaja adicional de este enfoque es que, como señala Fromm, ayuda a mitigar, aunque sea parcialmente, la incertidumbre inherente que acompaña a estos eventos.

Big Bang

La búsqueda de causas no se limita al ámbito aeronáutico; es un rasgo profundamente arraigado en el pensamiento occidental. Siempre se intenta encontrar el motivo detrás de un crimen; sin un motivo, la acción parece carecer de sentido, y se asume que esta ausencia de explicación es inusual. De hecho, cuando no podemos identificar una razón que explique lo que alguien hace, solemos calificar a esa persona como psicológicamente perturbada o psicótica.

Un ejemplo emblemático de la búsqueda de causas, en otro ámbito, es la teoría del Big Bang en cosmología. Este es quizá el caso más extremo de pensamiento causal retrospectivo, ya que intenta explicar los orígenes del universo mismo. Según esta teoría, toda la materia y la energía del universo estaban concentradas en un volumen increíblemente pequeño, que explotó hace aproximadamente quince mil millones de años. En ese instante preciso comenzaron a existir la materia, la energía, el espacio y el tiempo. Desde entonces, el universo se ha estado expandiendo, un hecho respaldado por observaciones astronómicas desde la década de 1920, que muestran que la mayoría de las galaxias se alejan de la Vía Láctea. Incluso hoy, el universo continúa expandiéndose, y nosotros, naturalmente, seguimos siendo parte de él.

Si retrocedemos en el tiempo desde nuestra posición actual, llegamos a un momento en el que el universo estaba reducido a un volumen extraordinariamente pequeño, con densidad y temperatura infinitamente altas: una singularidad. La cosmología puede incluso remontarse a un momento cuando el universo tenía solo 10 -35 segundos de antigüedad (esto es, 34 ceros después del punto decimal antes del dígito 1).

Uno de los grandes desafíos de esta teoría es explicar cómo surgieron el espacio, el tiempo, la materia y la energía desde la nada absoluta. Una propuesta ampliamente aceptada es que, justo después del Big Bang, el universo atravesó un breve y extremadamente rápido período de expansión, conocido como inflación cósmica. Si asumimos que esta inflación cósmica ocurrió (y hay datos que parecen respaldarlo), surge la siguiente pregunta: ¿por qué ocurrió esta? En nuestra búsqueda de “la causa”, algunos científicos han planteado la existencia de una partícula especial, denominada convenientemente “inflatón”. Este enfoque ilustra perfectamente el modo de pensar causal: si existe un efecto (la inflación en este caso), debe haber una causa. Aunque probablemente nadie crea literalmente en la existencia de una molécula inflatón, el solo hecho de proponerla refleja la fuerza del pensamiento causal. Si no sabemos qué tipo de causa es, por lo menos le podemos dar un nombre (Inflatón). La capacidad de poner nombre a algo nos da tranquilidad, una sensación de poder y un sentimiento de control.

Esta misma tendencia aparece en la aviación cuando atribuimos un accidente o incidente a nuestra “partícula elemental” particular: el error humano. De manera similar al inflatón en cosmología, el error humano nos permite explicar el efecto, dándonos una explicación aparentemente satisfactoria, aunque en realidad pueda ser solo una forma de simplificar una compleja cadena de causas y factores contribuyentes.

El pensamiento cosmológico sobre el Big Bang no difiere tanto de la idea de la causa raíz. Nos remonta a Santo Tomás de Aquino, teólogo que argumentó que el orden de causación observable no puede explicarse por sí mismo. Según su razonamiento, dicho orden solo puede justificarse mediante la existencia de una causa primordial, que no es simplemente la primera de una serie de causas consecutivas, sino la causa primera en el sentido más amplio: aquella que origina y sustenta todo el conjunto de causas observables. En términos simples, nada puede existir o ser de una manera específica sin que haya una razón que lo explique. ¿Nos resulta familiar este razonamiento?

Medianoche en París

En el siglo XVIII, nuestro amigo Immanuel Kant argumentó que la causalidad no puede aplicarse de manera legítima a una causa trascendente que se encuentre más allá de la esfera de la experiencia posible. Según Kant, las categorías como la causalidad son estructuras inherentes al pensamiento humano que nos permiten organizar y entender el mundo fenoménico, es decir, el mundo tal como lo experimentamos. Sin embargo, estas categorías no son aplicables al ámbito de lo nouménico, o aquello que está más allá de nuestra experiencia directa. En otras palabras, la causalidad, que tan útil nos resulta para interpretar lo observable, no puede extenderse más allá de los límites de lo que podemos percibir y conocer.

Se suma otro tertuliano, David Hume, que es conocido en este grupo de amigos por su análisis de la causalidad. Si nos situáramos en una escena de la película «Midnight in Paris» (Medianoche en París), dirigida por Woody Allen, dónde el protagonista se reúne con intelectuales en un café, Hume argumentaría, con un croissant en mano, que este es un argumento complejo y que implicaba tres componentes. El primero es que la causa debe ser anterior en el tiempo al efecto. El segundo, que la causa y el efecto deben ser contiguos en el tiempo y en el espacio. El tercero, que debe haber una conexión necesaria entre ellas, es decir, que exista o haya existido una coincidencia constante entre causa y efecto, de modo que la misma causa siempre tenga el mismo efecto. Lo escribió de la siguiente manera:

La conexión necesaria entre causas y efectos es el fundamento de nuestra inferencia de uno al otro. El fundamento de nuestra inferencia es la transición que surge de la unión habitual. Estos son, por tanto, lo mismo.

En otras palabras, la causalidad se infiere de las observaciones, pero no es algo que pueda ser observado directamente. Damos por sentado que si hay una causa, entonces debe haber un efecto. Si algo falla, buscamos la razón por la que ha fallado, una causa del efecto inesperado más que del esperado.

En ese momento, en la mesa contigua del café parisino, James Reason, Charles Perrow y Erik Hollnagel se suman a la conversación. James Reason, ajustando sus anteojos y apoyándose ligeramente en la mesa, interviene con su característico tono reflexivo:

—La causalidad en los sistemas complejos no puede reducirse a una cadena lineal de eventos. Es fundamental considerar la interacción de factores humanos, organizacionales y técnicos. Muchas veces, los errores humanos son solo la última capa visible de un sistema lleno de debilidades latentes que permanecen ocultas hasta que se combinan en el momento menos oportuno. Esto es lo que describí en mi modelo. Cada capa de defensa tiene agujeros, y cuando estos se alinean, ocurre un accidente. Por eso, más que señalar culpables, debemos entender cómo los sistemas están diseñados y gestionados. A uno que le gustaba el queso, se le ocurrió denominarlo modelo del Queso Suizo, en fin.

Charles Perrow, quien había estado escuchando atentamente con los brazos cruzados, se inclina hacia adelante con entusiasmo y añade:

—Estoy de acuerdo contigo, James, pero hay algo más que debemos admitir. En los sistemas de alta complejidad y acoplamiento estrecho, los accidentes no solo son posibles, sino inevitables. Es la naturaleza misma de estos sistemas. Las partes interactúan de maneras no previstas, y cuando esas interacciones ocurren rápidamente, no hay tiempo para intervenir. Piensa en accidentes en plantas nucleares o en grandes redes tecnológicas. No importa cuánto redundancia diseñemos; siempre habrá fallos que se escapan de nuestro control.

Santo Tomás de Aquino lo mira, desde lejos, incrédulo se pregunta ¿Quid erit planta nuclearis? 

Mientras Perrow gesticulaba con vehemencia, Erik Hollnagel, más calmado, tomaba notas en una libreta. Cuando Perrow terminó, Hollnagel levantó la mirada y ofreció su perspectiva:

—Ambos tienen puntos válidos, pero creo que nos estamos enfocando demasiado en los fallos y en las causas de los accidentes. Yo propongo un enfoque diferente: ¿por qué no miramos cómo los sistemas funcionan correctamente en la mayoría de los casos? En lugar de analizar solo lo que va mal, deberíamos estudiar qué hace que las operaciones sean exitosas la mayor parte del tiempo. A esto lo llamo la ingeniería de resiliencia. Los sistemas complejos no solo son vulnerables; también son increíblemente adaptables. La clave está en fortalecer esa capacidad de adaptación para que puedan absorber y responder a lo inesperado.

Los tres intercambian miradas, mientras Reason, con una leve sonrisa, agrega:

—Erik, esa es una idea poderosa. Si entendemos tanto las debilidades como las fortalezas de un sistema, podríamos construir defensas más efectivas y anticiparnos a los problemas en lugar de reaccionar a ellos. Sin embargo, no debemos olvidar que la cultura organizacional también juega un papel crucial. Una buena cultura de seguridad puede marcar la diferencia entre un sistema que falla y uno que resiste.

Perrow, levantando su taza de café, concluye con un toque irónico:

—Tal vez la verdadera lección sea que nunca podremos controlarlo todo. Lo mejor que podemos hacer es aprender de lo que no entendemos y adaptarnos rápidamente, tal como los sistemas que Erik describe.

El café parisino, con su bullicio característico, parece enmarcar perfectamente este debate sobre causalidad, complejidad y resiliencia. Mientras los tres vuelven a sus respectivas reflexiones, Hume, desde su mesa, sonríe con aprobación, quizás encontrando en esta conversación ecos de sus propios cuestionamientos filosóficos sobre la causalidad y la incertidumbre.

Y así, entre reflexiones sobre la causalidad, debates sobre la inevitabilidad de los accidentes y propuestas sobre resiliencia, la conversación se disuelve en un murmullo compartido por siglos de pensamiento. Mientras Hume saborea el último bocado de su croissant, Reason, Perrow y Hollnagel se despiden con una tácita comprensión: la incertidumbre y la búsqueda de significado no son enemigos, sino partes esenciales de nuestra humanidad. Cada generación, cada disciplina, aporta una pieza al rompecabezas de nuestra comprensión, pero quizás nunca lleguemos a ensamblarlo por completo. Y tal vez, ese sea el verdadero propósito: no cerrar el artículo con una explicación definitiva, sino mantenerlo abierto, seguir explorando, cuestionando y, sobre todo, aprendiendo.

Desde su mesa en el rincón del café, Aristóteles observa con interés. Su sed de conocimiento, que en otros tiempos dio origen a las primeras reflexiones sistemáticas sobre la causalidad sigue resonando en cada intervención. En la mesa de al lado, Santo Tomás de Aquino, con la serenidad de quien ha reflexionado largamente sobre el orden de las causas, asiente en silencio, mientras en su mente hilvana la lógica de la causa primera.

Mirando por la ventana la Torre Eiffel, Immanuel Kant, sin ocultar su escepticismo, recuerda a todos que las categorías como la causalidad son construcciones del entendimiento humano y que cualquier intento de trascender los límites de nuestra experiencia será siempre un salto al vacío. En tanto, Nietzsche, con su característico sarcasmo, parece disfrutar del debate desde las sombras, consciente de que nuestra necesidad de certidumbre y control no es más que un mecanismo para calmar el miedo a lo desconocido.

Erich Fromm, tomando notas en un pequeño cuaderno todo lo que escucha, observa con satisfacción cómo sus palabras sobre la incertidumbre como motor de desarrollo cobran vida en cada argumento. Incluso el inflatón, esa partícula imaginaria de la cosmología, parece cobrar forma en la conversación, representando la obsesión humana por nombrar y definir lo incomprensible. Todos ellos, desde los antiguos hasta los modernos, comparten un punto común: la búsqueda constante de explicaciones, no solo para comprender el universo y sus leyes, sino para apaciguar la inquietud que provoca lo inexplicado.

Al final, lo que persiste es nuestra fascinación, o incluso nuestra obsesión, por descubrir La Causa. Esa búsqueda, aunque imperfecta, es lo que impulsa el progreso y nos permite enfrentar el caos con un atisbo de orden, aunque sea temporal. Porque, como bien nos recuerda Fromm, es en la incertidumbre donde realmente desplegamos nuestros poderes.

Quizás la lección no sea encontrar una explicación que nos tranquilice, sino aceptar que, en lo más profundo, nuestra fortaleza radica en convivir con lo desconocido.

Hasta la próxima

Buenos vuelos

Roberto J. Gómez